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Vivencias en la Feria Real de Algeciras

Autor: Santiago Fernández Delgado

Si alguien tuviera la iniciativa de llevar a cabo una encuesta entre los algecireños para intentar conocer sus preferencias sobre celebraciones locales, es indudable que el generalizado sentir popular expresaría un claro pronunciamiento a favor de nuestra Feria.
Cuantos residimos en esta tierra, sentimos legítimo orgullo de nuestros festejos; llegamos incluso, a nivel comparativo, a considerarlos mejores a los de otras poblaciones de mayor envergadura y justificada fama. Siempre encontraremos, bajo nuestra opinión, atractivos difíciles de superar. Es más, hasta echamos mano de nuestro merecido calificativo de “especiales” para argumentar que lo nuestro es insuperable.
Y así se nos sugiere escribir de vivencias sobre algo que – como ya hemos anticipado – merece considerarse único, recurrimos, con ilusión y voluntad, a recuperar nuestros mejores recuerdos, para traer al presente situaciones de las que fuimos protagonistas directos o cercanos. Es como una invitación a rebuscar en el fondo de ese baúl del ayer, lejano o próximo, donde se custodian nuestras impresiones.
Vayamos directamente a estas vivencias.

En fechas cercanas a la Feria, aproximadamente cuando se despedía abril dando su bienvenida a mayo, la Alcaldía promulgaba un Bando disponiendo la limpieza de fachadas de edificios en todo el casco urbano. Orden municipal que se cumplía con carácter general. Se llevaban a cabo los entonces  llamados, en lenguaje corriente, “encalijos” –no habíamos entrado aún en el surtido mercado actual de pinturas, acrílicos, etc.– y las casas y calles de nuestra Ciudad nos ofrecían un singular aspecto de limpieza y decoro en las fiestas de junio, haciendo realidad una poética visión de una Algeciras blanca de cal y soles. El vecindario no dudaba en colaborar para embellecer lo suyo. Muchos lo recordarán.

El Paseo o Real que se instalaba en el Cortijo del Calvario, a escasos metros de la calle Ancha, reunía todos los requisitos que exigen lo bello, lo cercano y lo inolvidable. Se accedía al mismo por una  cómoda y atractiva Escalinata amparada, en su parte  izquierda, por la primorosa estampa del Pabellón Municipal. En 1945 esta entrada acogió el famoso “Pandero roto” (merecedor de la portada de Diario ABC) que pintara Antonio Trujillo. Todo en el Real resultaba agradable, era armonioso, tenía empaque. La conjunción en cercanías –mejor llamarle abrazo- de “La Perseverancia” con el recinto ferial; la salida del público en las tardes de toros, era como la corriente de un alegre río hacia una desembocadura de asegurada diversión y esparcimiento. ¡Qué bonita era aquella ya vieja Feria del Calvario! No es un canto a la nostalgia. Es un sentimiento por lo que no se olvidará.
Todo se daba cita para no dejar un resquicio al olvido. En las corridas de Feria, al caer ya la tarde, en plena faena taurina, se escuchaba el repique de la campana del asilo de San José. Parecía que esa sonoridad se sumaba al aplauso por las verónicas y naturales del Maestro Pepe Luis Vázquez. Irrepetible.

En terrenos que servían de antesala al Pabellón, existía una amplia explanada utilizada por el Ayuntamiento para ofrecer espectáculos diversos. A recordar, los conciertos de la banda de Música, tambores y Cornetas del Tercio Duque de Alba II de la Legión –considerada como la mejor de España en aquellos tiempos-; las actuaciones, durante varios años, del Conjunto Sevillano de Cante y Bailes del Maestro “Realito” –anciano artista, una institución en Andalucía-. En el grupo destacaban los que eran, aún, dos niños. Sus nombres: Rosario y Antonio.

Y las dianas floreadas. Los algecireños teníamos el mejor despertador del mundo. A los sones de la Banda del Regimiento de Infantería Extremadura número 15 –aquella que tantos años dirigió el inolvidable D. Justo Sansalvador Cortés- y a primeras  horas de la mañana, Algeciras recibía en sus calles y plazas el alegre mensaje de sus fiestas.
Mención especial para el Mercado de ganados. Mezcla de tipismo, costumbres y usos que hoy en día, cuando impera el marketing, resultan de difícil descripción. Se daba cita una numerosa cantidad de personas: los vendedores que con sus ejemplares acudían desde los más diversos lugares y quienes íbamos a gozar del espectáculo de las ventas, de las expresiones utilizadas para elogiar sus pertenencias y el modo amistoso de cómo sellaban el trato. En los chozos de techumbre de helechos distribuidos por el mercado, se culminaba dicha operación con una copa de vino de Jerez o Sanlúcar, porque entre ellos tomar  otra bebida podía resultar impropio, fuera de lugar, sin estilo.

Sensaciones y Sabores


Autora: Victoria Castro Abásolo

- ¡Ojú, ya están aquí las moscas, como se nota  que ya se han instalado los turrones delante de la puerta! – relataba mi madre mientras trajinaba en la cocina.
Efectivamente, hacía dos días que se habían instalado delante de nuestra puerta, un poquito más abajo, porque mi padre siempre estaba al tanto de que no se pusieran delante, porque tenía su negocio y no quería que se lo taparan. Y era verdad que, con los puestos de los turroneros, inmediatamente aparecían las indeseables moscas, las avispas,… en fin, cosa normal con la cantidad de turrones, dulces, caramelos, etc. que traían con ellos; era su negocio.
Uno de los puestos era de María, que era de Ronda y todos los años venía con sus dos hijos varones y una niña, más o menos de mi edad, que por cierto la recuerdo “mu renegría”. María era una mujer cariñosa y siempre venía a mi casa a llenar garrafas de agua para su consumo en “su casa”, porque la verdad, en aquella época no existían las caravanas. Su puesto estaba montado sobre unas tarimas de madera y con palos y lonas para cubrirlo; y allí vivían, comían y dormían.

Yo era feliz porque para mí las primeras moscas significaban “F E R I A” y enseguida le decía a mi madre: ¿Y mi vestido de gitana, mamá? Y la recuerdo diciéndome que tuviera paciencia, que todavía quedaba una semana para que comenzase y además tenía que probármelo porque podría no quedarme bien; además había que almidonarlo.

Me sentía dichosa pensando en mi Feria, en mis cacharritos, en mis zapatitos de tacones, en mi látigo, en mis caballitos de sube y baja, en las cunitas, en el puesto de serrín donde se vendían baratijas a peseta y yo me compraba unos anillos con unos pedruscos increíbles. Y como siempre he sido muy comilona, me llamaban muchísimo la atención esos puestos de bocadillos colocados en pirámide, donde justamente por el corte, asomaban tres lengüetas muy grandes de salchichón o de chorizo, y a mí siempre se me antojaban. Pero mi madre decía que de eso nada, que esos bocadillos “tenían muchas ferias” y que si quería bocadillo, ella me lo preparaba con pan tiernito y relleno como Dios manda. Era cierto que el bocadillo que me preparaba mi madre estaba muy  bueno, pero yo siempre pensaba… ¡Seguro que los bocadillos de la feria están más buenos!

El pan, ¡Ay que recuerdos me trae en pan! Mi padre siempre tuvo su negocio de ultramarinos y me viene a la memoria que en la fachada ponía “Ultramarinos J. Castro”, en la calle General Sanjurjo, nº 4 (hoy Blas Infante). Bueno, pues cuando llegaba la feria y en esos  días había corrida de toros, a medio día, de la panadería Alvarado traían unos sacos muy grandes (por lo menos a mí me lo parecía), llenos de bollos recién hechos y había un olorcito a pan caliente en mi casa, francamente maravilloso. Y la gente camino de “La Perseverancia”, para la merienda, se paraba en la tienda para comprar bocadillos de  jamón, de chorizo, de  salchichón, de queso,… y las medias botellas de vino.

Ahora me doy cuenta que antes las meriendas de los toros eran más simples, es decir, tu bocadillo, tu botella de vino o de refresco y… ¡Venga, a los toros!

Bueno, y hablando de otro tema… ¿Y los buñuelos? ¡Ay, qué ricooooos! Recuerdo que la buñolería estaba en la esquina de la calle Ancha, mirando para la Avenida, y la mujer que los despachaba tenía un delantal muy blanco con tiras bordadas. Me gustaba cómo ensartaba los buñuelos en varas de juncos para llevártelos.

Ahora, el día más importante de la Feria era cuando me decía mi madre: - ¡Niña, anda que te voy a poner tu traje de gitana en cuanto lo termine de planchar, que vaya lata que me está dando el almidón que le he puesto a los volantes! – Y entonces me vestía con el traje (que todavía estaba caliente de la plancha), me ponía mis zapatitos de tacón, me peinaba con mi moño y mi flequillo, me ponía la peineta, la flor, los pendientes, el collar, las pulseras de colores, el mantoncillo, y como remate final me pintaba un lunar en la mejilla y me sentía la niña más feliz del mundo. ¿Y qué pasaba después’ Pues que me llevaban a la Feria, y me recuerdo entrando por la Avenida, toda llena de puestos a ambos lados, y cuando miraba para arriba, ya estaban preparados los adornos de bombillas de colores y, lo que más me gustaba, era cuando se iluminaban… ¡Oh!, era algo mágico y precioso.

Desde entonces, desde mi infancia, la Feria siempre ha sido para mí sinónimo de alegría, de ilusiones, de bullicio, de luces, de ruidos, de colores, de olores y de sabores.

Esta es mi Feria y estos son mis recuerdos.   

Añoranzas de mis Ferias de Algeciras


Autor: Martín Ángel Montoya Sánchez
Primero se presentía, era como un esperado torbellino de alegrías que vendría de lejos, de muy lejos, de todas partes en calesines de fantasías por el polvo de los caminos hasta llegar a Algeciras. Y a colores de cal y azulejos, y a aceites de pinturas…
EDICTO: El Sr. Alcalde hace saber que con motivo de las fiestas… todas las fachadas serán blanqueadas de cal o azulejos, limpios los zócalos, sin yerba la bajera, barridas y sin manchas las aceras… adecentados balcones y rejas…
Repartidos los edictos por escaparates y esquinas, no había que leerlos porque ya se sabían, y en cambio con una señal llamativa se hacía saber en papel de estraza, cartón o una tablilla. Cuidado que mancha, pintura fresca. Y aquellas cañas de pértiga que servían para encalar las alturas, volvían limpias, a tensar las cuerdas del tendedero de los patios y azoteas.

Y empezaba la Feria con el trajín de la limpieza, las tiendas de quincalla llenas de abalorios y peinetas, las modistillas sin tiempo para achicar o ensanchar las pinzas de los arreglos, las madres zurciendo las marras de las mantillas, las planchadoras almidonando camisas, enaguas y cancanes… ¡La Feria, ya llega la feria! ¡La Feria…!

Y llegó en camiones y en tren, la Feria de Algeciras a la estación de Agustín Bálsamo, cargada de bultos y sorpresas, coches de choque, le látigo, los espejos, las tómbolas, el toldo del circo, luminarias, cacharros, cacharritos,… el tren de los escobazos… En el Real de la Feria se respiraba el bullicio febril de las fábricas de alegría. Allí íbamos los niños a ver de lejos a las fieras, a los hombres de la feria, a los enanitos encaramados en altísimas escaleras, en lianas de cuerdas, en pértigas, construyendo castillos de miedo, poniendo los toldos del circo e instalando máquinas de suspiros,… ¡La Feria, ya está aquí la Feria! “Merienda para los toros”, se anunciaban colgados por las calles en carteles de tela con luces y farolillos. Vinos finos y amontillados. Vinos dulces para las señoras. Buen jamón, quesos, embutidos,…
Todo estaba listo, preparado; los puestos de turrón por las calles y repartidos por todas las barriadas. “Tres tabletas veinte duros… y ésta de regalo”. Turrón de Jijona, de almendras, de yema, de frutas. Sidra, coco, calabaza,…

Por la mañana sonaba la diana, tempranito, para despertar a la gente, para animarlas con los ruidosos pasacalles, tá, tarará, rarará… tatatá… y detrás venía el cortejo de las fieras en sus carromatos de jaulas, elefantes con sus vistosas vestimentas orientales, montados por hermosas doncellas con trajes exóticos y plumajes de colores; domadores, payasos, charlatanes, saltimbanquis haciendo ejercicios increíbles y la chiquillería expectante y divertida, al son de la música, acompañando un largo trecho calle arriba, camino de la Feria.
Por la tarde la cabalgata, con gigantes y cabezudos, el Rey y la Reina, carruseles, calesines, amazonas y jinetes.
Las calles empezaban ya a iluminarse con arabescos y flores encendidas. Una mocita ataviada con los avíos de flamenca, bonita con sus claveles al pelo, echada descalza sobre una reja recién pintada con olores de geranios, el zapato en la mano con el tacón dislocado que el galán le arrebata para arreglarlo, sin perder ninguno la alegría de las fiestas. Desde el final de la calle, allá por el Café Piñero, llegan los vahos de los buñuelos que se venden engarzados en un junco, por docenas y medias docenas. Los retratistas insistiendo en perpetuar la figura de las damas al brazo de sus hombres orgullosos. La Feria encendida, esperando a la Reina y a sus damas para encender la Portada para que estalle en fuego de luces.

También hay sitios oscuros, algún chozo improvisado con cañas, un mástil y algún trozo alquilado de “Toldos Mateo”. Pero allí no van más que los “echaos palante”, los que no duermen en toda la Feria y huelen a sudores rancios, a orines, a vino agrio, a resaca y, a veces, a navajazos… pero allí no va nadie, la alegría está en la Feria, en sus luces y en su tronío, en las casetas con las madres “custodiando” a sus niñas, esperando la hora del caldo o de la sopa de ajos, caliente, para aguantar la noche; en la risa, en la ilusión y en el buen ánimo; en la música bailando una mazurca, un pasodoble, unas sevillanas; en un beso con prisas, furtivo, a escondidas en cualquier rincón menos iluminado de la caseta.
¡Ya está la Feria, la Feria de Algeciras, mi Feria…! 195…, 196…, 70…, 80…, dos mil, dos mil y pico…   

La Feria de mi Algeciras


Autor: Sebastián Pérez Pérez
Relato premiado en el concurso “Recuerdos de la Feria Real de Algeciras” convocado por la Concejalía de Educación del Ayuntamiento de Algeciras en junio de 2012.
Todavía siento un cosquilleo en mi pecho al recordar aquella feria de 1956. Cuando veo a mis nietas en la feria de Algeciras, de cacharrito en cacharrito, de atracción en atracción; ¡abuela, ahora en los cochecitos, abuelo, ahora en la noria, ahora en los caballitos, ahora en éste, ahora en aquél!,  que alegría se les ve que desprenden sus caras y que nerviosismo sus menudos cuerpos. Con que ilusión esperan que llegue el sábado de carrozas, con sus cabezudos, que tanto las asusta, colocarse el traje de gitana con sus collares y demás abalorios en el domingo rociero, el reír con el payaso de turno en la fiesta infantil. Tantas y tantas cosas que disfruto al tiempo de ellas.
Me establecí aquí con 20 años, enamorado de la que después sería mi esposa. Tuvimos tres hijos, y hoy, nietos. No nací en Algeciras, pero por toda la geografía española, que he recorrido por motivos de trabajo y ahora como es lógico con el Imserso, siempre he dicho que soy algecireño. Aquí tengo ya raíces, mi descendencia. Me gusta Algeciras, sus gentes, sus calles, sus playas, y sobre todo, su feria.
Llegamos  a Algeciras y a su feria un sábado 9 de junio de 1956 a la caída de la tarde. Yo montando un burro cansino, de gran envergadura, de color cenizoso, al que llamábamos Romero. Mi padre llevaba de cabestro un caballo alazano, de nombre Caramelo, que a pesar de lo duro del viaje, aún se movía con brío, con las  orejas de punta, sobre el que cabalgaba Machín, un perro pequeño, pero mejor guardián.

Veníamos de un pueblo a 50 kilómetros de aquí. Mi padre se dedicaba al trapicheo, como decía él, y de eso vivíamos, bastante bien, para los años de penuria y escasez que corrían. Compraba en la sierra de Ronda aceite, tocino, aguardiente etc., que después vendía o cambiaba por garbanzos, judías, trigo, cebada, etc. en los cortijos. Todo era contrabando que transportaba en sus bestias. También, de vez en cuando,  entre col y col, una lechuga, daba un viaje con el caballo cargado de tabaco y café, de La Línea o Algeciras a los pueblos de la sierra de Ronda. Yo le rogué que me trajese con él a la Feria de Algeciras,  donde también negociaba, y no sé cómo, cosa rara, accedió, tal vez fue porque a pesar de mi edad (9 años), le echaba una mano.
Habíamos salido el viernes temprano, cargadas las bestias de aceitunas aliñadas con ajo, vino y aguardiente, y con las alforjas llenas de pan, tocino y chorizo en manteca.
La feria de ganado estaba instalada en lo alto  de un cerro, cerca de la plaza de toros. Había animales por todos lados, caballos, mulas, burros y creo recordar que algunas vacas. En un hueco que encontramos, al lado de un chozo, descargamos y quitamos los aparejos a las bestias. Colocamos allí nuestro “jato”, sobre el que dormiríamos más tarde.
Muy cerca de allí, se escuchaba una algarabía de gritos, música y demás jaleos de la Cabalgata, a la que subido en un alto, pude ver. Para mí, venido de un pueblo pequeño, era todo sorprendente, tantas luces, tanto colorido, tanta gente, los cabezudos, las carrozas, los disfraces, los caballos, qué nerviosismo, qué ganas de estar dentro de aquél alboroto.
Al despertar el día, empezó el movimiento de la feria de ganado. Fue como una explosión de movimientos y voces. Nunca vi tantos y tantos caballos y mulas, nunca tantos tratantes, ataviados a su forma de vestir, con sus pantalones de pana, botas bajas o alpargatas, camisa de cuadros o azul oscuro, faja negra, chaqueta o cazadora típica de tela gruesa abrochada con un solo botón al cuello, sombrero, mascota o gorra de pana o paño. Se me quedó grabado los caballos para el contrabando, tan grandes, nerviosos. Las mulas para arrastre de toros en las corridas, tan lustrosas. Los sementales y sus relinchos. Tanto gentío, normalmente bien vestido. Los hombres de traje, las mujeres de gitana, o trajes veraniegos, tan guapas, elegantes, tan algecireñas.  Y no sé porqué, un gitano alto y seco como un junco, con un sombrero negro, al que todos respetaban y  que llamaban Jacobo, que intervenía en zanjar todas las broncas, que después siempre me recuerda a Antonio Vargas Heredia del romance de  García Lorca.
Las peleas eran típicas y normales. Desde las claras del día, se estaba bebiendo aguardiente y después vino,  que se despachaba en los chiringuitos hechos de helecho, (mi padre también vendía) y entre la bebida, el calor y las discusiones de los  tratos de compra y venta, una pelea iba y otra venía. Ahora sí, había una pareja de Guardias Civiles, con su mosquetón colgado, que se bastaban para tener a todo el mundo a raya.

A través de mi padre conocí al hijo de un turronero, Andrés. Montados ambos en Caramelo, ataviado con sus mejores galas, como el caballo de un jeque moro, erguidos como jinetes de verdad, cuál Alejandro Magno sobre Bucéfalo entrando en Babilonia,  recorrimos una y otra vez el real de la feria. Conocí a los hijos de todos los feriantes de los puestos, tómbolas, tiros de pichón, cunitas, carro de las patás, entre tanta gente divirtiéndose, bebiendo, disfrutando en las casetas y los chiringuitos. Mejor no lo pudimos pasar.  Para colmo, ya por la tarde, mi padre, que amaba a los caballos, dijo que no se iba sin ver torear a Ángel Peralta. Dejó encargadas nuestras pertenencias a un amigo y me llevó a los toros.  Yo creo que no cerré la boca en toda la tarde viendo las piruetas de los caballos del rejoneador y el corazón encogido de alegría y miedo.
Terminados los toros, aparejamos las bestias, y con una tableta de turrón del blando para mi abuela (que no tenía dientes) y dos del duro para mis hermanas y mi madre, nos pusimos de nuevo en camino, con una alegría interior y una añoranza  que todavía me vuelve al recuerdo de este día.

La Feria Real de Algeciras


Autor: Roberto Godino Hurtado
La Feria Real de Algeciras comienza su historia cuando el 28 de febrero de 1850 es concedida la autorización por la reina Isabel II, a través de Real Cédula, para la celebración de feria en el mes de junio. El Ayuntamiento publica el primer cartel de La Real Feria el 9 de mayo, anunciándose su celebración los días 1, 2 y 3 de junio de ese año de 1850.

Programa de la Feria Real de 1920

El primer lugar de celebración fue delante del antiguo cuartel de Infantería, concretamente en la actual avenida Blas Infante, delante del parque. La feria de ganado se celebraba en los terrenos que hoy ocupa el ambulatorio Menéndez Tolosa. Este lugar de celebración se mantuvo hasta 1869.
A partir de este año, y hasta 1957, pasa a celebrarse a la parte alta de la actual avenida Blas Infante, convirtiéndose en un paseo que iba desde la calle Ancha hasta las escaleras de la plaza de toros “La Perseverancia”, que había sido inaugurada en 1866. El ganado pasa a un cerro cercano, entre los actuales edificios del Instituto Kursaal y la Biblioteca Municipal, que se denominará, a partir de ese momento, Cerro del Mercado. Esta ubicación es la que apareció en el cartel del año 1977. La Feria de Algeciras tuvo un especial impulso a partir de la década de los 80 del siglo XIX, mejorando sus instalaciones y aumentando el número de festejos taurinos. 
En 1929, al hacerse el cerramiento del parque se modifica el acceso a la feria a través de una escalinata que coincidiría con el comienzo de la actual avenida de las Fuerzas Armadas. La feria ya tenía en esta época gran resonancia lo que produjo la ejecución de más paseos para su instalación, así como el derribo provisional del cerramiento del campo de fútbol “El Calvario” para la ubicación en su interior de atracciones y casetas. De esta época procede el Casino Cinema, que fue la caseta nueva que construyó el Casino de Algeciras en 1915 para sustituir otra anterior, de madera, que databa de 1880. Este pabellón ferial pasó a ser teatro y cine hasta su demolición en 1970.
A partir de 1957, y durante diez años, la Feria pasa a instalarse en un paseo a la espalda del parque, utilizándose como paseo de acceso a la misma la nueva avenida de las Fuerzas Armadas, al principio de la que se colocaba la portada. El mercado de ganado se instalaba en los terrenos donde se encuentra actualmente la barriada de La Reconquista.
El continuo crecimiento de la ciudad dio lugar a que a partir de 1967, la instalación de la feria pasara a los terrenos donde permanece en la actualidad. Durante estos años además de la construcción de la plaza de toros “Las Palomas” en 1969, la zona ha tenido notables cambios en cuanto a su configuración, como ha  sido la aparición de urbanizaciones a su alrededor, la nueva autovía (1992), grandes superficies comerciales, etc. que han dado lugar a que aquel alejado descampado al que los algecireños no querían ir a celebrar su Feria hace casi cuarenta años, se haya convertido en un lugar tal vez demasiado poblado y céntrico como para que se pueda seguir celebrando allí.
Por otro lado, la desaparición de edificios emblemáticos de las ferias de antaño como fueron La Perseverancia y el Casino Cinema en los años setenta, así como la lógica edificación de nuevos edificios en esa parte de la ciudad, han hecho desaparecer todo vestigio del lugar que ocupó la Feria Real hasta hace unos cincuenta años.