Autor: Sebastián Pérez Pérez
Relato premiado en el concurso “Recuerdos de la Feria Real de Algeciras” convocado por la Concejalía de Educación del Ayuntamiento de Algeciras en junio de 2012.
Todavía siento un cosquilleo en mi pecho al recordar aquella feria de 1956. Cuando veo a mis nietas en la feria de Algeciras, de cacharrito en cacharrito, de atracción en atracción; ¡abuela, ahora en los cochecitos, abuelo, ahora en la noria, ahora en los caballitos, ahora en éste, ahora en aquél!, que alegría se les ve que desprenden sus caras y que nerviosismo sus menudos cuerpos. Con que ilusión esperan que llegue el sábado de carrozas, con sus cabezudos, que tanto las asusta, colocarse el traje de gitana con sus collares y demás abalorios en el domingo rociero, el reír con el payaso de turno en la fiesta infantil. Tantas y tantas cosas que disfruto al tiempo de ellas.
Me establecí aquí con 20 años, enamorado de la que después sería mi esposa. Tuvimos tres hijos, y hoy, nietos. No nací en Algeciras, pero por toda la geografía española, que he recorrido por motivos de trabajo y ahora como es lógico con el Imserso, siempre he dicho que soy algecireño. Aquí tengo ya raíces, mi descendencia. Me gusta Algeciras, sus gentes, sus calles, sus playas, y sobre todo, su feria.
Llegamos a Algeciras y a su feria un sábado 9 de junio de 1956 a la caída de la tarde. Yo montando un burro cansino, de gran envergadura, de color cenizoso, al que llamábamos Romero. Mi padre llevaba de cabestro un caballo alazano, de nombre Caramelo, que a pesar de lo duro del viaje, aún se movía con brío, con las orejas de punta, sobre el que cabalgaba Machín, un perro pequeño, pero mejor guardián.
Veníamos de un pueblo a 50 kilómetros de aquí. Mi padre se dedicaba al trapicheo, como decía él, y de eso vivíamos, bastante bien, para los años de penuria y escasez que corrían. Compraba en la sierra de Ronda aceite, tocino, aguardiente etc., que después vendía o cambiaba por garbanzos, judías, trigo, cebada, etc. en los cortijos. Todo era contrabando que transportaba en sus bestias. También, de vez en cuando, entre col y col, una lechuga, daba un viaje con el caballo cargado de tabaco y café, de La Línea o Algeciras a los pueblos de la sierra de Ronda. Yo le rogué que me trajese con él a la Feria de Algeciras, donde también negociaba, y no sé cómo, cosa rara, accedió, tal vez fue porque a pesar de mi edad (9 años), le echaba una mano.
Habíamos salido el viernes temprano, cargadas las bestias de aceitunas aliñadas con ajo, vino y aguardiente, y con las alforjas llenas de pan, tocino y chorizo en manteca.
La feria de ganado estaba instalada en lo alto de un cerro, cerca de la plaza de toros. Había animales por todos lados, caballos, mulas, burros y creo recordar que algunas vacas. En un hueco que encontramos, al lado de un chozo, descargamos y quitamos los aparejos a las bestias. Colocamos allí nuestro “jato”, sobre el que dormiríamos más tarde.
Muy cerca de allí, se escuchaba una algarabía de gritos, música y demás jaleos de la Cabalgata, a la que subido en un alto, pude ver. Para mí, venido de un pueblo pequeño, era todo sorprendente, tantas luces, tanto colorido, tanta gente, los cabezudos, las carrozas, los disfraces, los caballos, qué nerviosismo, qué ganas de estar dentro de aquél alboroto.
Al despertar el día, empezó el movimiento de la feria de ganado. Fue como una explosión de movimientos y voces. Nunca vi tantos y tantos caballos y mulas, nunca tantos tratantes, ataviados a su forma de vestir, con sus pantalones de pana, botas bajas o alpargatas, camisa de cuadros o azul oscuro, faja negra, chaqueta o cazadora típica de tela gruesa abrochada con un solo botón al cuello, sombrero, mascota o gorra de pana o paño. Se me quedó grabado los caballos para el contrabando, tan grandes, nerviosos. Las mulas para arrastre de toros en las corridas, tan lustrosas. Los sementales y sus relinchos. Tanto gentío, normalmente bien vestido. Los hombres de traje, las mujeres de gitana, o trajes veraniegos, tan guapas, elegantes, tan algecireñas. Y no sé porqué, un gitano alto y seco como un junco, con un sombrero negro, al que todos respetaban y que llamaban Jacobo, que intervenía en zanjar todas las broncas, que después siempre me recuerda a Antonio Vargas Heredia del romance de García Lorca.
Las peleas eran típicas y normales. Desde las claras del día, se estaba bebiendo aguardiente y después vino, que se despachaba en los chiringuitos hechos de helecho, (mi padre también vendía) y entre la bebida, el calor y las discusiones de los tratos de compra y venta, una pelea iba y otra venía. Ahora sí, había una pareja de Guardias Civiles, con su mosquetón colgado, que se bastaban para tener a todo el mundo a raya.
A través de mi padre conocí al hijo de un turronero, Andrés. Montados ambos en Caramelo, ataviado con sus mejores galas, como el caballo de un jeque moro, erguidos como jinetes de verdad, cuál Alejandro Magno sobre Bucéfalo entrando en Babilonia, recorrimos una y otra vez el real de la feria. Conocí a los hijos de todos los feriantes de los puestos, tómbolas, tiros de pichón, cunitas, carro de las patás, entre tanta gente divirtiéndose, bebiendo, disfrutando en las casetas y los chiringuitos. Mejor no lo pudimos pasar. Para colmo, ya por la tarde, mi padre, que amaba a los caballos, dijo que no se iba sin ver torear a Ángel Peralta. Dejó encargadas nuestras pertenencias a un amigo y me llevó a los toros. Yo creo que no cerré la boca en toda la tarde viendo las piruetas de los caballos del rejoneador y el corazón encogido de alegría y miedo.
Terminados los toros, aparejamos las bestias, y con una tableta de turrón del blando para mi abuela (que no tenía dientes) y dos del duro para mis hermanas y mi madre, nos pusimos de nuevo en camino, con una alegría interior y una añoranza que todavía me vuelve al recuerdo de este día.
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