Autor: Sebastián Pérez Pérez
El pequeño relato o vivencia que voy a contar sucedió la noche del 18 de diciembre del año 1968, fecha que recuerdo porque fue mi primer año en Algeciras, y conservo un documento alusivo a ese día.
El llano de la Junquera, fue una barriada de lo más pobre de Algeciras y que recuerdan la mayoría de algecireños. Situada en lo que hoy es la calle Aguamarina, en la franja de terreno entre la vía del ferrocarril de la línea de Algeciras a Los Barrios y el río de la Miel (que en esa época no estaba canalizado y discurría unos metros más a la derecha que ahora) desde la Cañada de los Tomates hasta los almacenes de materiales de Andrés Pérez, más o menos. Posiblemente su nombre le venga de los juncales que habría al borde del río. En esta llano se habría establecido gente de lo más humilde, desheredados de la fortuna, pescadores, obreros, parados, venidos casi todos de otras poblaciones a buscarse la vida, que pasaban mil apuros para al menos comer todos los días. Había muchos de etnia gitana, en la que como norma general, pocos son los adinerados. También cuentan que muchos venían de otras zonas de Algeciras también deprimidas y empujados por las nuevas construcciones que se hacían en éstas, como las barriadas del “Hotel Garrido” y el “Campo Chico”. Menos mal que en esa época aún no había proliferado la droga, si no hubiesen sido terribles los estragos que habría hecho en esa población.
La barrida en sí estaba compuesta por un conglomerado de chabolas o barracas hechas con todo tipo de materiales de ínfima calidad; uralitas, chapas, tableros, maderas etc., distribuidas a todo lo largo y ancho de la franja, sin orden ninguno, con callejuelas estrechas, polvorientas o embarradas, basuras, etc., y sin servicios de ninguna clase.
Parece ser que ya el Padre Flores había trasladado a muchas familias a la barriada que lleva su nombre en 1960, pero en el año 1968 todavía estaba el barrio atiborrado; posiblemente la mayoría de sus moradores eran nuevos. Ya en los años 70 desapareció la barriada y sus ocupantes ubicados en otras.
Habrá muchos de los que lean este artículo que sepan mucho más que yo de este tema y me puedan rectificar, pero para que se pueda entender mi relato me veía en la obligación de señalar un poco lo que sé de oídas.
Yo había llegado a Algeciras unos meses antes, con 20 años, procedente de la escuela-academia de Córdoba de militares en prácticas del Regimiento de Ferrocarriles, donde había estudiado para Factor de Renfe y pude venir a Algeciras a realizar las prácticas en las dependencias de la estación de Algeciras, junto con mi compañero Pedro Ríos, que sí era algecireño. A partir de mi llegada prestaba diversos servicios en facturación de equipajes, telégrafos, consignas etc. Dormía en unas dependencias al efecto para los militares en la misma estación y comía donde podía o me alcanzaba.
El día 18 de diciembre de 1968 fue un día de temporal de esos malísimos que de tarde en tarde nos regalan aquí en Algeciras. El viento, de una velocidad superior a los 100 Km por hora, causó múltiples destrozos, como una palmera que arrancó de cuajo en el patio del colegio Huerta de la Cruz cayendo sobre el edificio y dejando sin colegio a los niñas al día siguiente. Los barcos no salieron a la mar y el vestíbulo de la estación se llenó de viajeros que no podían embarcar. También arrancó el viento ramas de eucaliptus junto a la vía entre Algeciras y San Roque, cortando el tráfico durante horas. El aguacero fue imponente, inundando la estación y toda la explanada de la entrada. Mi compañero Pedro no se pudo ir a su casa por el agua. Como yo dormía en la estación, estábamos ambos a la espera de que mejorase el tiempo jugando a las cartas en mi habitación sobre las 22 horas.
Llaman a la puerta, abrimos, y nos encontramos a D. Miguel Calleja, Jefe de estación, que sin más nos dice “niños, prepararse que os vais en un tren de socorro a sacar gente del llano de la Junquera, que el río se ha desbordado y se han inundado”. Como en este tiempo la cosa era ordeno, mando y obedece, y a nosotros nos tocaba obedecer, pues nada, a sacar gente. Yo no sabía lo que era el dichoso llano, ni dónde estaba, sino que estaba cayendo la mortal y no tenía ropa de agua. Por lo visto las inundaciones eran frecuentes y el Gobernador Civil, el Alcalde o quien fuese, había solicitado este tren.
Salimos al andén principal y ya estaban formando el tren, con la máquina de maniobras y dos coches de viajeros que habían llegado en el tren correo procedente de Granada. Iba de maquinista Manolo Corral, ayudante Francisco Reyes, jefe de tren Frasquito “el Benojano”, y además el sargento Correro, y dos guardias, Barranco y López, de la brigadilla de Renfe, el peón de consignas Sr. Márquez (que buena gente y cuanto me acuerdo de ellos), dos guardias civiles con tricornio, , mosquetón y capa y dos municipales enviados al efecto. Políticos y otras personalidades no vi a ninguno por allí.
Salió el tren sobre las 23 horas y en unos minutos ya estábamos en el sitio. Yo esperaba que estuviese más lejos. De momento nos echamos abajo del tren y empezó la película. Allí no se veía ni tres en un burro. Conforme nos bajamos la mitad caímos rodando por el terraplén. Llevábamos faroles de carburo y otros de aceite que con el viento se apagaban. Menos mal que dejó de llover. Dando tropezones nos encontramos en las primeras chabolas en unos segundos. Acabando de llegar ya el barro y el agua nos subía hasta las rodillas. Se escuchaba el ruido del agua del río que aún estaba crecido pero que ya iba por su cauce sin alcanzar a las chabolas. Con lo poco que podíamos otear en la oscuridad de la noche se veía un espectáculo dantesco: el poblado alumbrado por pobres faroles en las casas; los niños chapoteaban por las calles; las puertas estaban todas abiertas y las mujeres y algunos hombres, descalzos, y empapados, sacaban agua y barro de las barracas con escobas y con lo que podían. El agua y el barro había subido en algunos sitios a un metro de altura. Esa imagen, a la que ahora nos tiene acostumbrados la televisión todos los años, entonces era desconocida para mí.
El recibimiento fue apoteósico. Yo no esperaba que nos quisiesen tanto. “¡cabr..., hijop..., malnacíos!, ¿ahora habéis “venío”? ¿Ahora que ya no hay “ná”? ¿Ahora que “sa bajao er” rio? ¡Antes es cuando hay que “vení”, cuando nos llegaba el agua a la cintura! Eso no fue nada para cuando se enteraron que queríamos llevarlos en el tren. Se formó la marimorena. Allí no había nadie que se quisiese ir y dejar su chabola por miedo a que le desvalijaran las pocas pertenencias que tenían. Nos dijeron de todo menos bonito y corrían de un lado a otro hasta que los civiles empezaron a hacer de las suyas y convencieron a la gente a su manera y ya algunos subieron al tren.
Mi compañero Pedro, que era muy fuerte, y Márquez, el peón de consignas, no paraban de subir al tren a mujeres y niños. Yo trataba disimuladamente de escurrir el bulto yendo de acá para allá.
Había un gitano viejo al que convencieron para que subiese al tren y que después me di cuenta que debía ser el patriarca, pues movió a mucha gente. El gitano parece que estaba impedido y no podía andar, así que decía que si no lo llevaban no había nada que hacer. Al gracioso del sargento se le ocurrió la brillante idea de decir que lo llevase Sebastián, (aunque creo que se lo apuntó el guardia Sr. López, ya que nos dábamos muchas bromas) a sabiendas que yo era el más canijo de todos (pesaba 57 quilos y fuerte como el pellejo de breva). Me eché a cuestas a aquél hombre, que no veas como apestaba a humo. “¡quer zoldao se lleva ar tío Manué!”, vociferó uno.”¡Quitárselo, hombre quítaselo, y dale un palo ar zordado!”, gritó una gitana. A mi ya empezaron a temblarme las piernas. El corazón se me salía por la boca. Creí que de verdad me mataban. Menos mal que el Sr. Manuel se portó como un caballero y les hizo alguna señal que todos entendieron y respetaron y caminaron detrás de nosotros, pero sin echarme una mano. Llegué al tren como pude, gateando, jadeando y maldiciendo al maldito Llano una y otra vez.
Sobre las 0,30 horas ya del 19, emprendimos la vuelta. Habíamos subido al tren a más de 100 personas. ¡Sorpresa!, a la estación de Algeciras llegaron unas 20. Igual que los subíamos por un lado, se nos habían bajado por el otro. Hasta el tío Manuel ya no estaba ¿cómo se había ido si no podía andar? A los que llegaron los trasladamos a la iglesia del Carmen donde les dieron mantas y algo de comer.
Al final de esta aventura recibí barro por todas partes en el único traje y botas que tenia para el trabajo. Eso sí, un mes después me enviaron una carta laudatoria del Director General de Renfe, por un acto meritorio, que me sorprendió mucho, y que a la vez me llenó de satisfacción. Años más tarde, ya como personal civil de Renfe, esta carta referida al 18 de diciembre de 1968 me valió junto con mi título de bachiller para alcanzar mi primer ascenso, ya que ambos documentos puntuaban en el concurso-oposición al efecto, con lo que conseguí no solo ascender, sino obtener plaza en Algeciras.
En el siguiente enlace con el diario LA VANGUARDIA, en el artículo titulado “Violento temporal en el Estrecho”, del día 19 de diciembre de 1968, podemos leer algunos detalles del temporal que se describe en este trabajo.
Las imágenes que ilustran este artículo proceden de la dirección sites.google.com/site/histalgimagenes/. A esta página, denominada “Historia de Algeciras en Imágenes” se puede acceder desde un enlace de este blog.
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